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El retorno del péndulo

Por Juan David Morgan

Publicado en Revista Portada

Edición agosto 2016

Hay quienes sostienen que los movimientos políticos y sociales responden a una teoría fundada en la oscilación pendular. Afirman sus seguidores que así como el péndulo, inevitablemente, oscila de un extremo al otro, también la conducta humana, cuando actúa colectivamente, se mueve de extremo a extremo deteniéndose brevemente en el centro.

Podemos citar varios ejemplos que parecen respaldar la teoría pendular. Después de la caída del absolutismo, en la Europa liberal se impuso a finales del siglo XVIII la doctrina del laissez faire, que promulgaba la libertad absoluta del individuo frente al Estado, cuya intervención en la comunidad debería limitarse al mantenimiento del orden público. Al calor de esa doctrina surgió la primera revolución industrial que más tarde conduciría al capitalismo. El péndulo se colocaba así en el extremo derecho del espacio social, aunque no duraría allí mucho tiempo. En el siglo XIX surgieron las doctrinas socialistas que pretendían desplazar el péndulo a su extremo izquierdo, lo que ocurrió finalmente en el siglo XX con el advenimiento del comunismo en países como la Unión Soviética y China. Allí se mantuvo el péndulo hasta que a finales del siglo pasado, cuando volvió a oscilar hacia la derecha con la caída del muro de Berlín. En nuestra América hemos visto también el péndulo oscilando de un extremo a otro, en un principio con el advenimiento de las dictaduras militares, que en un momento dado gobernaban en la mayoría de los países de América Latina, hasta que sobrevino la reacción que llevó el péndulo nuevamente hacia los regímenes democráticos. Y podría seguir con otros ejemplos, incluso en otras dimensiones de la conducta humana.

Pero lo que ahora interesa analizar, aunque sea someramente, es lo que está ocurriendo en el ámbito de la fiscalidad mundial. Desde fines del siglo pasado, impulsado por las necesidades de los Estados benefactores (que algunos prefieren llamar populistas o clientelistas), el péndulo empezó a moverse a gran velocidad hacia una necesidad frenética de cobrar cada vez más impuestos a los ciudadanos donde quiera que estos se encontrasen.

Integrados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), un cartel de los países más desarrollados y ricos del planeta, estos comenzaron a presionar al resto del mundo para que todos adoptaran las mismas normas fiscales y para crear, a la vez, los mecanismos para su aplicación mediante el intercambio de información. Surgieron entonces las famosas listas discriminatorias, de variados colores oscuros, destinadas a imponer sanciones económicas a los países que no se doblegaran ante la nueva férula absolutista. Panamá fue una de sus primeras víctimas por poner como condición para aceptar las nuevas reglas del juego que estas se aplicaran a todos los países y jurisdicciones por igual (el llamado level playing field). Semejante osadía le valió a Panamá la inclusión en las listas negras de varios países, algunos de ellos miembros de la OCDE y otros sus obsecuentes servidores que para entrar al cartel de los ricos, aunque fueran pobres todavía, no dudaban en sacrificar las relaciones diplomáticas con naciones tradicionalmente amigas. (Así ocurrió con nuestra vecina Colombia, que para hacer mérito ante la OCDE no vaciló en colocar a Panamá en una lista de paraísos fiscales).

Pero también organizaciones internacionales, como el Grupo de Acción Financiera (GAFI), cuya creación realmente no había obedecido a temas fiscales sino a la iniciativa de combatir el lavado de dinero y el terrorismo, se apresuraron a equiparar la evasión fiscal al terrorismo y fabricaron sus listas negras, entre las cuales también fue incluido Panamá. (Gracias a las diligentes gestiones de este gobierno hoy ya estamos fuera de esa injusta lista). El arrebato final sobrevino a raíz de los tristemente célebres papeles hurtados a un bufete panameño, los mal llamados Panama Papers, cuya escandalosa revelación a través de casi todos los medios de comunicación ha logrado convencer al mundo de que no pagar impuestos, o tratar de pagar menos utilizando mecanismos legítimos, es un crimen de lesa humanidad, tan horrendo como el terrorismo, la trata de blancas y la esclavitud. Y así el péndulo de la fiscalidad llegó al punto más extremo, tanto que por un momento pareció que allí se quedaría estacionado para siempre. Pero —en la vida siempre hay un pero— un buen día los ingleses, hartos, entre otras cosas, del peso de la burocracia de Bruselas, fueron a las urnas y decidieron que Gran Bretaña salía de la Comunidad Europea. Entonces el péndulo comenzó nuevamente a inquietarse. Primero fueron las propias autoridades inglesas las que, apenas aprobado el Brexit y para mitigar sus consecuencias económicas adversas, declararon que para que Londres volviera a ser el Centro Financiero del Mundo bajarían los impuestos a las compañías extranjeras que se establecieran en Gran Bretaña. Y Francia, su vecino y rival histórico, sede de la OCDE y cancerberos del infierno de la fiscalidad, declaró enseguida que también Francia disminuiría considerablemente los impuestos para atraer a las empresas que después del Brexit decidieran abandonar Inglaterra. Y el péndulo comenzó a moverse.

¿Hasta dónde llegará? Aún no lo sabemos, aunque otros países europeos ya comienzan a ofrecer también incentivos fiscales para atraer empresas extranjeras. Lo que sí sabemos es que, frente a la necesidad de lucrar, dos de los países que con mayor ferocidad criticaban a los paraísos fiscales —(recuerdo a los amables lectores que la primera y principal característica de un paraíso fiscal, según la propia OCDE, es ofrecer mejores condiciones impositivas a los extranjeros que a los nacionales)— no dudaron en quitarse la careta para comenzar a hacer aquello que durante los diez últimos años han venido exigiendo a los demás países que no hagan.

¿Qué dirá la OCDE, que parece haber enmudecido después de las inconcebibles declaraciones de dos de sus países miembros más conspicuos? ¿Pondrá a Inglaterra en sus listas discriminatorias? ¿Se colocará Francia en su propia lista negra? ¡Qué esperanza! Aunque amanecerá y veremos hasta dónde se mueve el péndulo.

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