Por Eduardo Morgan Jr.
Publicado en La Estrella de Panamá
Febrero 7, 2014
El viernes 28 de diciembre, Día de los Inocentes y casi en vísperas de la celebración del Año Nuevo, cuando la atención a cualquier cosa no relacionada con las fiestas de fin de año baja a su mínimo nivel, se dio la voz de alarma de la existencia en Panamá de una bomba atómica de 120 megatones que si estallaba acabaría con la economía del país. Al principio se pensó que era una broma, un ”inocente mariposa”, que con tanto gusto celebramos ese día inventando eventos que no causan daño por ser inverosímiles. Para darle credibilidad, la inocentada se publicó en la Gaceta Oficial del lunes 30 de diciembre en la cual, entre otras leyes, se promulgaba la Ley 120 que convertía a Panamá en un país de renta mundial para los efectos del Impuesto sobre la Renta. Es preciso recordar que todos los países del mundo siguen el sistema de la fuente, o territorial, para gravar la renta de los contribuyentes y que los países exportadores de capital siguen, además, el sistema de renta mundial, es decir, sus residentes o nacionales pagan impuesto sobre su renta territorial y universal. El revuelo que esto causó en la sociedad congestionó las redes sociales ese día y los siguientes porque la amenaza era terrible y ya se comenzaban a sentir sus efectos.
El lunes 6 de enero salió a la luz pública un Comunicado al País, firmado por la Cámara de Comercio, la Asociación Bancaria, Apede, y las Asociaciones de abogados marítimos e internacionales el cual advertía que esa ley destruía el pilar fundamental de nuestra economía de servicios, que representa más del 80% de la economía nacional y es sello de garantía y seguridad jurídica desde los inicios de la República. Señalaba el Comunicado que el sistema tributario territorial panameño representa más del 15% del producto interno bruto del país y que genera miles de empleos directos e indirectos de los mejores pagados, y que “Cualquier cambio al sistema de tributación territorial….constituye un atentado intolerable contra la economía nacional y tendrá consecuencias funestas incalculables para el Centro Internacional de Servicios establecido en Panamá, así como también para el desarrollo de toda actividad económica del país a la que ha servido como eje fundamental”.
Antes de esto ya el Presidente se había enterado de la existencia de la bomba y con la velocidad que lo caracteriza empezó a tomar medidas para desactivarla y no llegara a detonar destruyendo nuestro país. El mismo día 30 en que se publica la ley, prepara su derogatoria inmediata con efectos retroactivos y pide a la Asamblea Nacional, que actúe de inmediato. Así, la primera ley del nuevo período legislativo, la Ley 1 de 8 de enero, desactiva la bomba atómica que iba a destruir nuestro país.
La presencia de esta bomba en Panamá produjo, y está produciendo, efectos colaterales. Así como el uranio, la Ley 120 tiene efectos residuales y aunque no detonó aún contamina el ambiente. Estamos seguros de que el gobierno nacional, liderado por el Presidente, va a mitigar cuanto antes la radiación venenosa, tomará medidas para blindar nuestro sistema fiscal territorial y eliminará toda ley o decreto que en una u otra forma, directa o indirectamente, lo hayan debilitado. Para que se tenga una idea clara del daño al que estuvimos expuestos, y lo afirmo con la experiencia de 50 años de práctica profesional, la ley destruía tanto el Registro de Naves como el de sociedades. El Tesoro Nacional perdía, de salida, $272 millones por año (Tasa, $100 millones, Registro Público; derecho de registro y notarías, $58 millones; Impuestos $7 millones; ITBMS, $10 millones y Naves $97 millones); más aproximadamente $130 millones que dejaba de percibir el sector privado. O sea, una pérdida anual de 400 millones de ingresos a la economía nacional, totalmente provenientes del extranjero.
Esto equivale a un Fondo Fiduciario o un depósito de $20 mil millones en bancos de primera. Habría que contabilizar los miles de puestos de trabajo que se perderían en el gobierno y la empresa privada, y la desaparición de nuestro servicio consular, de primer mundo, que tiene su razón de ser en el registro de naves. La destrucción de nuestro centro financiero era aún más catastrófica: la Banca perdía gran parte de sus depósitos extranjeros, los cuales se aplican casi en su totalidad al financiamiento local, incluyendo la construcción, la Zona Libre de Colón y nuestro gran desarrollo económico.
¿Qué terroristas tiraron esa bomba? ¿Cómo lograron inventar una ley que no pasó por el Consejo de Gabinete, ni por ningún debate en la Asamblea Nacional y que de pronto aparece publicada en la Gaceta Oficial? Esto está en investigación y estamos seguros que algo saldrá a la luz, a menos que sus autores sean tan poderosos que hayan logrado borrar todas las huellas de los varios delitos que cometieron contra la economía nacional y contra los Órganos Ejecutivo y Legislativo. No sería de extrañar que detrás del atentado existan poderosas fuerzas internacionales interesadas en destruir nuestro centro de servicios internacionales para que no compitamos con sus socios. Una teoría es que a los funcionarios involucrados en la creación y aprobación de la Ley 120 les hicieron creer que Panamá dejaría de ser considerada paraíso fiscal y que sería eliminada de las listas negras que tanto los obsesiona. Seguramente su intención había sido, lo que confirma su buena fe, anunciar el 6 de enero, Día de Reyes, que tenían en la Ley 120 el mejor regalo para nuestro país: “Ya no somos paraíso fiscal y estamos fuera de listas de colores”. Por suerte nuestro Presidente se dio cuenta, logró parar todo y nos salvamos de la ruina total. Esperamos que ahora, con la misma diligencia, el gobierno proceda a eliminar todas aquellas disposiciones legales que de una manera u otra afectan nuestra economía de servicios y a blindar definitivamente el sistema de renta territorial que tanto beneficio le ha traído y le sigue trayendo a nuestro país.
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